Somos primates mortales. Esta tajante afirmación proviene de un par de hechos observacionales: uno es la evolución de las especies: el otro, la evidencia diaria. Y a pesar de ser hechos puros y duros, la mayoría nos negamos a admitirlos. Es más, repudiamos cualquier ascendencia que vaya más allá de la genealogía porque nos revela que somos como los demás seres vivos: nacemos, nos reproducimos y morimos; el resto son detalles.
Nos indigna considerarnos una más de las miles de millones de especies que han existido sobre el planeta porque nuestro cerebro ha evolucionado hasta adquirir conciencia de nosotros mismos. Nos negamos a aceptar la muerte e imponemos una condición de contorno a la vida humana, exclusiva y totalmente absurda: tenemos inicio, pero no tenemos fin. Y nos embutimos con ese nuevo traje del emperador que llamamos alma.
Inventamos estrategias para disfrazar nuestro final. No es incomprensible que hayamos arrinconado y ocultado la muerte en la profundidad de hospitales y tanatorios; únicamente en los pueblos puede vivirse con toda intensidad.
Cuando alguno de nuestros familiares más ancianos muere en sus casas donde se celebra el velatorio, se respira esa emoción contenida, tan castellana, hasta en la misma piedra de los muros. En una parroquia abarrotada el cura habla de salvación y vida eterna, que sólo se encuentra dentro de la Iglesia. El camino al cementerio es presidido por el silencio y el tañido a muerto, que suena a desconsuelo sin saber aún lo que significa. Se ven rostros de dolor, ojos vidriosos, pero nadie llora. Únicamente se rompe el silencio en un momento que prácticamente hemos desterrado de nuestras ciudades. Es el más intenso y emotivo que jamás podamos vivir: cuando la primera paletada cae sobre el ataúd. El golpe seco de la tierra contra la madera hace llorar a muchos, no sólo a familiares y amigos.
Todos sabemos que así es el fin. Y por eso necesitamos negar que somos primates mortales.
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